Al-borde-del-abismo

Advertencia: Este texto tiene escenas gráficas referentes al suicidio. Se ruega mesura. Si te sientes deprimido o deprimida, si tienes pensamientos suicidas o consideras la posibilidad de autolesionarte, no estás solo o sola. Sí hay ayuda para ti. Encuentrala aqui. No sigas leyendo.

Vi como aquel hombre se acomodaba lentamente la cuerdita blanca alredor del cuello. Le había dado varias vueltas porque no era una soga fuerte y, claro, se podía romper. El otro extremo de la cuerda ya estaba atado en una baranda de un puente de Toronto. 

En seguida busqué con mi mirada los ojos de Sam, que estaba a mi lado, tomándome de la mano. “¿Qué acabamos de ver?”, le pregunté sin decir nada. Nuestros pasos nos habían adelantado unos pocos metros sobre ese puente, pero en mi mente se repetía la escena recién vista: el hombre acomodándose la cuerdita alrededor del cuello. 

Cuando caímos en cuenta, volteamos y vimos que ya estaba del otro lado de la baranda, en una orillita mínima, rendido.

Un par de personas le hablaban y lo sostenian por los brazos. Su chaqueta verde y negra, la bolsita de papel negra y marrón doblada entre su manos, su piel mullida y su mirada perdida estaban allí, literalmente al borde del abismo. En ese momento esa frase cobraba el sentido de cada una de las palabras que la componen. Al-borde-del-abismo. 

“Tenemos que ayudar”, le dije a Sam entonces. Nos devolvimos hacia él y mientras yo marcaba al 911 con mis manos temblorosas, él se acercaba al tipo. 

El corazón me latía a mil por hora. Me urgía encontrar ayuda y Sam, de vez en cuando, me veía para saber si vendría la policía o alguien. Yo seguía en espera de respuesta, las líneas estaban ocupadas. 

Al menos ya eran cuatro quienes estaban sosteniendo y conteniendo al tipo: tres grandulones y una chica muy delgada. A ella la habíamos visto bajar de un carro que cruzaba el puente. Corrió hasta llegar al otro extremo, donde estaba él.

No sé cuántos segundos o minutos pasaron mientras me contestaba una operadora. Veía la escena desde una distancia prudencial pues no me quería acercar demasiado porque temía que él reaccionara violentamente al verme sostener el celular. Había hecho el amague de saltar instantes atrás y era lo que todos tratábamos de evitar. Abajo del puente se veían muchos rieles y algunos trenes que los atravesaban con ímpetu, ignorantes de lo que sucedía un poco más arriba.

En algún momento pensé que quizá alguien en bicleta podría buscar a un policía cerca, así que caminé y paré al primer ciclista que pasó. 

-¡Ayuda! Para, por favor. – frenó y se empezaron a agrupar detrás de él una fila de ciclistas que no entendían por qué se detenían. 

Impaciente les grité: “¿No ven que alguien se quiere suicidar?”

Algunos nos veían con extrañeza y molestia, pero el primer ciclista con el que hablé ya estaba conmigo, apoyándome mientras la operadora del 911 aparecía. Hasta que apareció. 

Me preguntó si requería ayuda de bomberos, policías o una ambulancia y solo dije: alguien se quiere suicidar. Entonces me preguntó: ¿En donde están? Y me acordé de que no sabía dónde estamos. Vinimos a ver un apartamento cerca y no son las calles que conozco “¿ Dónde estamos?”, le pregunté al ciclista y él me respondió algo con Spadina, pero no entendía su acento.  

Entonces le di mi teléfono y esperé que la operadora sí lo entendiera. Sentí que hablaron mucho rato, aunque no sé qué se habrán dicho. Cuando me pasó el teléfono de vuelta la llamada seguía. Ella me pregunto mi nombre. Le dije que me llamaba Maria. Me preguntó si estaríamos con él y le hice saber que no nos iríamos hasta que alguien viniera a ayudar. Le dejé claro que era urgente. Entonces me preguntó si estaba herido y le dije que él no estaba físicamente herido, que no había sangre por ningun lado. Él solo estaba herido por dentro.

Supe después, por Sam, que más que herido estaba vacío. A esas personas que lo aferraban a la vida, él sólo les pedía que lo dejaran morir. Decía que ya no quería vivir. 

No sé con certeza qué le dijeron para convencerlo de no saltar, pero sé que le hicieron saber que no estaba solo. 

De hecho, ya no estaba solo. En esos minutos más personas se habían acercado y había una atmósfera de camaradería entre todos nosotros. Nuestra meta común era salvarlo, salvar a alguien que decía: “Déjenme morir”.

Cuando escuchamos las sirenas de las patrullas, respiramos. Íbamos a entregarle un hombre vivo a oficiales que ya estaban acostumbrados a esta situación y eso nos aliviaba. 

Llegaron unos seis policías y se impusieron sin sutilezas, imponentes y dominantes. Nosotros los civiles nos veíamos unos con otros, ya de retirada. Aquellos que lo sostuvieron parecían decirse: “Lo hicimos” y yo les agradecí a cada uno. Estrecharon sus manos, sus brazos.

Quería abrazarlos y agradecerles con el corazón, pero todo pasó muy rápido y cuando recuperé la conciencia estaba llorando en la otra esquina del puente porque con Sam y un grupo de extraño habíamos salvado una vida y eso no es algo que pase todos los días. 

Bromeé diciendo que al hombre le hacía falta una Casilda, una perrita que lo acompañe, y nos fuimos a casa, a abrazar a nuestra perra. Ahora mismo la miro y me da paz su sola presencia. Pienso en ese hombre y solo espero que él también encuentre la paz. Que hoy empiece su nueva vida y que pueda hacerlo en paz.

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