Seguirá siendo inmortal

Este texto fue publicado originalmente en Efecto Cocuyo.

La noche del 25 de noviembre Buenos Aires ardía húmeda y triste. Gritos y aplausos en memoria de Diego Armando Maradona se escucharon justo cuando el reloj marcó las 10:00 p.m. en muchos rincones.

En Retiro, un barrio céntrico de la capital argentina, el ruido duró unos minutos. Sin embargo, en el monumento del Obelisco, en los barrios de Palermo y Paternal, los dolientes, hinchas y admiradores tenían horas rindiéndole tributo entre cánticos, cohetes, flores, banderas, velas, cervezas y lágrimas. 

Desde el mediodía, momento en el que confirmaron su muerte, los televisores en restaurantes y cafés, acostumbrados a bombardear de noticias, solo tenían un tema, miles de frases y cientos de goles para recordar.  Algunos reporteros dirían que esta muerte significaba “el dolor de todo un país” y así parecía: acababan de decretar tres días de duelo nacional y más tarde anunciaron que el día siguiente velarían sus restos en la Casa Rosada. Pero Diego era (o es) una figura singular cuyas glorias y tropiezos solo dan material para complejizar y reflexionar sobre el fútbol, claro, pero más sobre la argentinidad.

Para quienes no entienden la magnitud de esa figura quizá pueda parecer exagerado que un deportista sea velado en una sede del Ejecutivo tan icónica, en medio de una pandemia. Allí también velaron, por ejemplo, al expresidente Néstor Kirschner. Pero la masiva asistencia de personas que finalmente lo fue a despedir no lo consideró para nada exagerado, incluso hubo quien pidió que el ritual se extendiera por días. Para ellos más que un futbolista Maradona era un Dios, aunque aquí se abre la pregunta: ¿puede morir un Dios?. 

De todos los estratos y de todos los equipos, acudieron a darle el último adiós

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Entre la presidencia y la familia del Diego acordaron un velatorio de 10 horas de duración: abrirían las puertas a la hinchada a las 6:00 del día siguiente, y las cerrarían a las 16:00. Sus hijas esperaban terminar pronto con esta despedida y el presidente Alberto Fernández se encargaría de que estuviera a disposición todo lo que necesitara el evento y que se cumpliera con su voluntad, aún cuando eso ameritara encontrar acuerdos con Horacio Rodríguez Larreta, titular de la Jefatura de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. Se desplegó un operativo en tiempo récord. Incluyó mil uniformados que ayudarían a mantener el orden (o lo intentarían), agua gratuita para los asistentes y también alcohol en gel y mascarillas que repartían desde una unidad sanitaria móvil personas vestidas de pandemia. 

La pandemia, en verdad, parecía haber sido olvidada. En Buenos Aires era impensable un evento multitudinario hace unas semanas. El gobierno de Fernández fue de los primeros en cercar el país y confinar a toda su población enmarcado en la respuesta a la crisis generada por el COVID-19. También fue de los últimos en cambiar el confinamiento por distanciamiento para abrir locales y restaurantes. Una ciudad que lentamente se acercaba a la nueva normalidad recibía una noticia trascendental que haría olvidarlo todo: porque con el dolor, digamos, no hay razón que valga.

Esas calles no recibían tanta gente desde hacía nueve meses, al menos. Incluso las mujeres de los movimientos feministas, que urgidas porque se legalice el aborto y que se frene la violencia machista, dejaron de pintar de verde y violeta las calles porteñas, asumiendo que la salud de todos era más importante que el hastío de que las maten, las violen y las degraden. Pero Maradona murió un 25 de noviembre, fecha en la que se conmemora el Día de la erradicación de todas las formas de violencia contra las mujeres, y demostró que quizá la salud de todos no vale lo que vale decir AD10S. 

Al día siguiente, el celeste y blanco se impuso en las fachadas de los locales a través de las banderas, en las camisetas con su dorsal que estaban desperdigadas por los distintos barrios, en el juego de luces que alumbró el obelisco en esa noche triste con dibujos en su honor. Horas antes, miles de almas solo inmunizadas con ese dolor profundo se juntaron para llorarlo juntas… ¿Podría ser diferente? No lo sabemos. Porque una figura así de popular, que desprendía en las personas ese fervor maradonaniano inexplicable, pero inmenso, solo podía irse aupado por esa inconmensurable pasión argentina. Seguirá siendo inmortal

Miles de argentinos acudieron a la Casa Rosada para despedir a “El Pelusa”

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Si la cantidad de dolientes apretujados, con mascarillas a medio ajustar, en espera de entrar el último adiós, parecía demasiada, solo asomarse a las redes sociales para encontrar sentidas despedidas de personas de orígenes diversos y experiencias vitales diferentes permitía seguir ahondando en ese duelo colectivo. Por supuesto que el sentido del humor brindó sonrisas entre tanto llanto y Meryl Streep acompañó al futbolista en los Trending Topic durante un largo rato. A Maradona lo lloraron los de River y los que no comulgan con la izquierda, pero también, y sobre todo, lo lloró “el bostero, el villero, el peronista y el popular”, como gritaba un doliente a las afueras de la Casa Rosada.

A pesar de todo, con su brillantez y sus hazañas, se hizo también un símbolo de unión en un país marcado por la polarización bautizada como grieta. De esa forma tras su partida encontrabas las contradicciones de feministas, que confesaron sus lágrimas, esas mismas lágrimas de futboleros e hinchas, de peronistas que solo veían los mundiales, de temerosos intelectuales que ni sabían que lo llorarían en un día como ese.  

Nosotros nos mentimos diciéndonos que Diego era inmortal. Nos mentimos para que no llegara nunca este día”, dice Liliana Moreno, una costurera de 48 años que viajó 50 km en su motocicleta desde el sur de la provincia de Buenos Aires junto a su sobrina de 18, para despedirlo. Su lazo con el astro se remonta a su adolescencia: “yo empecé a jugar la pelota por él”. Así fue como ella en las canchas del barrio de San Vicente, remedaba sus jugadas hasta su último partido. 

–Yo siempre tenía en la cabeza la frase de Diego que decía: “Pegale fuerte y abajo, y arriesgá” — cuenta Liliana, llorosa.– Y entonces, el último gol que hice, en el último partido que jugué, lo tuve presente y lo hice: “Pegale fuerte y abajo”. Y fue gol. Y fue olímpico. 

Desde entonces le dice a sus sobrinos que su tía se retiró como solo lo haría el Diego, con un gol olímpico. Detrás de la mascarilla negra y los ojos llorosos, todavía Liliana admite que este dolor les hace olvidar por un momento lo mal que la están pasando en el barrio, “pero se murió el Diego y no hay nada más importante”. 

Y Mauro Andrade, un camionero que vive en Villa Devoto, un barrio popular en el que vivió Maradona, fue al velorio junto a sus compañeros de trabajo aún con sus uniformes de recolectores de residuos. Con orgullo muestra el video del homenaje que se le hizo a Maradona la noche anterior en la famosa esquina Habana y Segurola. Cuenta, también, cómo fue recibir la noticia, dice que se sintió “helado”. Lo primero que hizo fue ir a encontrarse con su hermano, el único que podía comprender su dolor y entonces “nos miramos y nos quedamos duros… era eterno. Es lo más grande que hay”. Seguirá siendo inmortal

El luto nacional se mantiene en el país suramericano

Cristina, una rubia nadadora de 58 años, solo puede repetir que su razón para estar allí es el agradecimiento: “Eso. Yo lo que siento es agradecimiento, por todo lo que nos hizo vivir, por la alegría que nos regaló”. Su recuerdo con el Diego, más allá de las hazañas futboleras, es compartir las vacaciones en la misma playa en San Clemente. La imagen de verlo con el agua hasta las rodillas, jugando con una pelota playera, no se le borra. “Él vivió diez vidas, porque vivió con una intensidad… no solo por la cantidad de matrimonios, de hijos, sino esa intensidad con la que jugó, con la que hizo, con la que vivió… por eso, solo gracias. Ya él estaba cansado, ahora podrá descansar”.

Ellos tres pudieron despedirse, verlo desde lejos en su urna y salir con la sensación de un deber cumplido, pero en cuanto se acercaba la hora pautada:  las 4:00 de la tarde, la fila seguía larguísima y los ánimos empezaron a caldearse. Las personas descontroladas saltaron rejas y algunos entraron con violencia a la Casa Rosada. Saldría entonces el presidente a decir que calma, que alargarían el velorio, pero la situación se hizo insostenible y hasta gases lacrimógenos y agua a chorros utilizaron las fuerzas de seguridad para evitar (aún más) descontrol. 

Ese descontrol o esa intensidad era, quizá, la despedida maradoniana que podía esperarse aunque para algunos fuera una vergüenza. Un hombre que lo comparaba con Belgrano, San Martín y Perón; que lo trató de patriota, de defensor de la bandera, del himno, que insistió en aplaudir la gesta heroica “de cómo un tipo sin armas pudo vencer a un enemigo”… sentía la necesidad de llevarle flores y de que se le diera ese espacio. “Él no podía estar en ningún otro lado porque es un argentino de primera”, dijo enfatizando el es, como si no hubiera muerto. 

Pero entonces ¿murió? Su rostro tatuado en los brazos, su dorsal tatuado en espaldas, su gol en el 86 tatuado en el recuerdo de los argentinos, todo eso sigue allí y por momentos, aún cuando no le encuentre lógica, alguien a quien nunca le importó la figura puede sentir también ese dolor. 

Antes de despedirse, Liliana Moreno le pide a su sobrina que le recuerde la conversación que tuvieron en casa la noche del 25: “Te acordás que le dije a mi sobrino, ¿Será que va a hacer como Jesús y resucita al tercer día?… En verdad no importa, de todos modos seguirá siendo inmortal”. 

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